31 ene 2011

Nimiedades/2

Sólo fue un café americano el que bebió alrededor de las ocho de la noche; éste era de tamaño grande y sin azúcar. El trayecto a casa fue distinto. Algo pasaba por su mente, algo no le dejaba en paz. Su fracaso personal le impedía sonreír.

Un emparedado de jamón con queso blanco y un jugo artificial fue su refrigerio. El televisor encendido y el constante parpadeo en busca de un buen programa fue su única compañía. Se rindió ante la búsqueda por satisfacer el ánimo y apagó cualquier emisor de luz. Resignado ante una noche insustancial, ante una cotidianidad insípida y predecible se dirigió a su habitación. Toma el libro que dejó la noche anterior en el buró y retoma la lectura. Los fantasmas del pensamiento se concentraban en otro acontecer mientras la mirada recorría uno a uno los párrafos literarios. Los pocos sonidos propios de la noche eran percibidos a la perfección: Un grillo andaba cerca y alguna música proveniente de una juerga cercana se adentraban. Era fin de semana.

Más tarde mira el reloj y éste marca la media noche. A falta de distracción en el televisor y la ausencia de atención hacia la lectura, decide dormir a una hora de la cual jamás acostumbra. Trasnochar se ha convertido en un recreo en busca de respuestas que sólo con el tiempo encontrará.

El póster enmarcado con la imagen de Bob Dylan que se halla en la pared frontal atestiguaba el insomnio, quizá, provocado por el café de horas antes. Las vueltas incesantes en la cama por conciliar el sueño eran desesperantes. Levanta su tórax y piensa en si es prudente continuar el guión de aquel cortometraje que no ha podido llevar a cabo. De pronto, se incorpora y abre la ventana; el clima no es tan propio de un invierno común. El viento ligero apenas y mueve las persianas. Se viste con lo primero que encuentra a su paso, aquella ropa que horas antes despojó al suelo. Toma prestadas las llaves del auto y conduce hacia el centro de la ciudad. Una fachada poco colorida en medio de una calle empedrada y con un faro colonial que apenas alumbraba la entrada detiene su andar. Era algo así como uno de esos pubs británicos donde la gente acude a beber cerveza y picar alguna botana que acompañe. Una canción provenía de la esquina del lugar: Thursdays Child de David Bowie se escuchaba en la rockola y su alegría se percibía mediante una mediana sonrisa. El sitio si bien, no se encontraba vacío, pero tampoco merecía esperar por una mesa aunque estuviere disponible; sin embargo, se decidió por la barra. No imaginaba cómo luciría solo, con sus pensamientos y observando a parejas conquistándose o a grupos de personas brindando por sus éxitos personales. Se decía así mismo que últimamente eso de hacer cosas de manera personal, le venía cómodamente; aunque de pronto, extrañaba comentar con alguien cualquier cosa sin importancia. Lee la carta y ordena una cerveza importada, no se había percatado que el lugar se caracterizaba por sus cervezas foráneas y que su grado etílico era alto.

Tiempo después, entre la algarabía del lugar y el constante choque de tarros, en la rockola se comienza a escuchar una canción: Thunder On The Mountain. ¡Sí, Bob Dylan! -Pensó bebiendo un cordial trago e inmediatamente dirigió su mirada a la persona que seleccionó aquella melodía. De espaldas, apenas y veía a una mujer; se encontraba sola, sentada en el extremo frontal de la barra y que no había visto debido a su indiferencia hacia todos ahí presentes. La observa y le sigue con la mirada. Sostuvo el segundo tarro de cerveza que bebía y se dirige hacia ella. Es sorprendente pero le recuerda a alguien: Su cabello, sus ojos y sus labios, que, en conjunto con su rostro, intenta hacer memoria de dónde le había visto o a quién pertenecía aquella imagen; una que, por segunda vez contemplaba y le parecía simplemente hermosa. Se acerca y pronto cae en conciencia: Aquella mujer era quien hace algún tiempo, por falta de palabras, no supo cómo acercársele y entablar una conversación. Aquella mujer que jamás pensó en volver a mirar y de quien su recuerdo aún permanecía. (...) Pensó que esta vez sería distinto y que no regresaría a casa sin saber, si quiera, su nombre.

24 ene 2011

Aprender a volar

Pido perdón por dejar al descubierto al pajarraco candoroso que sigo siendo, al ser de veintiocho años que continúa cayendo en charco tras charco. Lo cierto, es que aún estoy aprendiendo a volar. Quizá demasiado tarde o quizá a tiempo; aunque a veces, el clima me lo reproche. Pido perdón por no seguir los consejos de quienes me dicen cómo alzar las alas y manipularlas para sostenerme en el aire. A decir verdad, valoro en demasía las indicaciones y reflexiono cada una de las palabras. Sin embargo, me gusta saltar y echarme al viento para que en complicidad con éste, caiga y me vuelva a levantar, probar otra corriente de aire y pensar que ahora tomaré altitud que difícilmente me situará en el piso. Pido perdón por afectar aves que saben cómo volar e interrumpo su plan debido a la torpeza de mi plumaje. Agradezco a todos aquellos pájaros que continúan en este vuelo y que permiten un aleteo cordial, ameno y sustancioso; aprendiendo juntos a intentar tocar las nubes, merodear montañas y regresar a tierra cuando así lo decidamos. Si bien es cierto, aprender nos transforma, nos enriquece y nos alegra; porque mientras no me corten las alas, seguiré aprendiendo a volar.

6 ene 2011

Desavenencias

"¿Cuándo te compras un teléfono nuevo? El que tienes, ya da pena". Me pregunta y me insiste alguien; en ocasiones, alguienes. "Deberías comprar un iPod también". Me dijeron alguna vez.

Ya no me enfada. A decir verdad, creo que nunca me enfadó. Acepto la sugerencia como el andar por aquí y por allá. Las miradas dirigidas al celular de manera automática al instante de extraerlo del bolsillo, ya no incomodan. No sólo conmigo sucede. G me dice: "Sí, tu chingadera ya da pena pero pues total, nunca tienes crédito". A lo cuál respondo con un tajante: ¡Bingo! A ver, hago un balance de mis prioridades, una lista. Pronto caigo en cuenta que un teléfono de moda es lo último que necesito para intentar ser feliz o sentirme realizado. En rigor, comprar es ampliar o reducir la noción de lo indispensable. No puedo cegarme a tan espléndidas funciones de eso que llaman "Smartphone"; sin embargo, ahora no me es indispensable ser parte de un grupo de moda y mucho menos, cargar con un teléfono al cual no podré explotar ni al 50% de su generosidad. Es decir, cuando uno acepta el adulto que pretende ser, hay situaciones más importantes que lo material. Podría sonar contradictorio con mi actuar, válgame.

El dejarse llevar por la sociedad jamás me ha gustado, vomito de pensarlo. La televisión, las personalidades de moda, las revistas, la sociedad; e incluso, el Facebook han provocado un efecto carente de personalidad, de conciencia; de las cuales, ya no somos ajenos y tristemente, no es un asunto de novedad. ¿Nos hemos dado cuenta de lo insustanciosos que podemos llegar a ser? Algunos estados en Messenger o en Facebook son tan efímeros que de leerlos provocan un severo daño al estómago y repugnancia de un mundo material con presunciones disfrazadas. ¿Por qué persisten estas escenas una y otra y otra vez? ¿Será acaso porque las cosas en el entorno del consumismo se hacen porque deben hacerse, porque la vida está hecha de lo mismo y vivir es repetirse?

Alguien a quien admiro, menciona: "No quiero hacerme de un celular porque no me gusta sentirme localizado. Detesto hacerme esclavo de un aparato y excluirme de una sociedad excluyente". Sensacional. No obstante a estas alturas no puedo verme tan radical. Tener un teléfono móvil ha sido parte de mi vida por alrededor de diez años. En una década sólo dos aparatos, sólo dos.

Dice Carlos Monsiváis en "Apocalipstick": "Ningún pobre adquiere de menos porque no depende del consumo (palabra ya ligada al exceso y al desperdicio), sino de la necesidad". Aún así, llegará el momento en el que sea partícipe -quizá por necesidad o por curiosidad- de un núcleo ya de por sí estandarizado y con una pose símil. Será el instante en que todo lo anterior quede en lo absurdo y en lo vil del despotricar.

Sin embargo, tengo mi baratísima-teoría-pretenciosa: ¿A cuántos niños hoy, en día de Reyes Magos, dentro de sus juguetes apareció por lo menos, un libro? Sabemos de libros didácticos, de libros para niños. Comenzar con uno para iluminar, no sería mala decisión. (...) La culpa de ser materialistas y superficiales (dos palabras tan distintas pero que su maridaje es tan común) en ocasiones, no depende tanto de nosotros. Así crecemos. Así nos educaron. Así nos acostumbraron.

Dice Haruki Murakami en su novela "1Q84": "Es un mundo circense, falso de principio a fin, pero todo sería real si creyeses en mí".

P.D. Si alguien por distracción o por falta de incumbencia no entiende la imagen con que se ilustró esto, llámeme a mi BlackBerry porque mi iPhone lo presté junto con el iPod. ¡Gracias!