...Lo llevo entre mis brazos y él parece estar muerto. No mueve extremidad alguna. Apenas y agita su pequeño estómago. Sólo alcanzo a sentir su corazón en súbitos pálpitos. Camino apresuradamente hacia la puerta de la casa. Lo recuesto en la banqueta y mojo su hocico para lavar la sangre y la espuma que sale de él. La sombra y el agua parece revivirlo. Tambaleándose se levanta. Camina de igual manera. Se mete a la casa y se refugia en una esquina. Lo cargo y lo postro en la caja donde -cuando hacía frío- lo metíamos a dormir en el patio trasero. De pronto, sus ojos giran sin control y tiembla como si un congelador se apoderara de él. Convulsiona. Aulla. Pulgoso se nos va. Podemos hacer nada. Sólo mirar, sólo mencionar palabras de aliento como si ello sirviere de algo. Creo que jamás lo había acariciado. Sé que jamás lo había hecho antes con una mascota como lo hice con él. Poco a poco su cuerpo comienza a endurecer... Eran las 2:00 de la tarde y Jacob había muerto...
(...)
Justo anoche J me platicaba de sus mascotas que habían fallecido. Sus perros. Uno de ellos, su gran amigo. Y pensaba en cómo la gente llega a ser confidente de una mascota. Imaginaba sus conversaciones y los instantes que pasaron para hacer que su deceso fuera, uno triste. Ella me decía que murió de viejo, que alcanzó a despedirse de él y que un día, en la calle, lo vio y así lo adoptó.
Sin embargo, Jacob no murió de viejo, no de alguna enfermedad, tampoco atropellado. No murió de frío o de hambre. Murió porque alguien lo mató. Alguien que no soporta que una comunidad pueda amar a un animal y que éste sea de la alegría de todos. Alguien que cobardemente lo envenenó o le proporcionó un golpe fulminante. No sabemos. Sólo entendemos que hay animales que matan a mascotas indefensas.
Pulgoso como lo mencionaran algunos, o Jacob como lo mencionaran otros; jamás tuvo un nombre definido. Así fue su vida: Sin definición. Al fin y al cabo, era de todos y de nadie. Lo adoptamos porque un día llegó sin que nadie lo invitara a formar parte. Era un personaje de la comunidad. Algunos días dormía a las puertas de esta casa, otros en la del vecino y en algunos, debajo de los coches. Ni siquiera sé su raza. Era pequeño y de color café. Ágil e inteligente. Simpático. Cariñoso. Juguetón. Obediente. Era una mascota que se daba a querer.
Comenta mi hermano que hoy por la mañana, todavía Jacob lo acompañó a esperar el taxi y mientras, jugaba con él. Se quedó ahí hasta que abordara el auto. Así era Pulgoso, un amigo al que sólo le faltaba hablar.
Ahora me vienen escenas de aquella película, Amores Perros. Ahora me vienen recuerdos de Jacob. Todo pasa por mi mente. He de confesar que jamás pensé que me sucediera esto con un animal, del cual, ni siquiera creí haber estado encariñado. Ahora entiendo aquellas personas que llevan en sus brazos a sus perros. Ahora entiendo la tristeza de aquellos que lamentan la pérdida de su mascota. Ahora entiendo todas aquellas situaciones de las cuales no daba crédito del actuar de las personas hacia sus perros.
(...)
...Mi sobrina de nueve años le redacta una carta. Me sorprende la habilidad y la ternura de sus letras. Me dice que la lea para ver si está bien. Lo hago. Me parece sensacional. El esfuerzo por no soltar una lágrima frente a ella es insoportable. Más tarde, lo subimos a la cajuela del auto. Mi padre, mi sobrina y yo, lo enterramos no muy lejos de aquí. Antes de la primer cubierta de tierra, la niña coloca su carta encima de él. Nos despedimos para siempre. Caminamos rumbo al coche y volteo imaginando que Jacob viene corriendo detrás de nosotros. Imagino que atravieso la calle y está ahí, esperándonos y moviendo la cola de alegría. Después, un silencio abruma la levedad. Tristes y sin decir palabra alguna, llegamos a casa. Vemos y escuchamos que alguien hace falta...
Puntuales, solíamos ser los mismos. Nuestras distintas actividades nos permitían parámetros de diez o quince minutos de diferencia. A veces más temprano, a veces más tarde. El sitio tiene la forma de una herradura; permitía ver los rostros de los comensales, al menos, de perfil. Sentados uno a uno con tan sólo el respiro de los brazos a su antojo y en banquillos semi cómodos que apenas y podíamos mover. Conocíamos el aspecto de las personas, identificábamos sus manías; incluso, podíamos adivinar cuál sería la opción que elegiría del menú. Sin embargo, no sabíamos nuestros nombres. Escasamente pronunciábamos:
-Buenas tardes... -Provecho. -Gracias...
Durante un par de meses asistía solo. De vez en cuando acudía a otro sitio con alguien. Jamás pensé que me acostumbraría y menos, que me gustaría comer sin compañía alguna. (...) Mentira, creo que jamás me gustó. No obstante, encontré de este hecho su lado positivo. No tenía de otra. Ese constante defecto mío por observar a las personas y así, sus acciones, su animadversión, sus tendencias, su antipatía, su excentricidad, sus apegos; e incluso, hasta su desconfianza. Situaciones que me dijeran un poco más de la persona. ¿Qué gano con ello? Quizá nada, sólo el aspecto sociológico que disfruto en todos y cada uno de los seres humanos. Los diversos caracteres, sus múltiples atuendos y sus diversas historias que en ellos se hallan y que puedo equívocamente imaginar. Mi sociología barata.
Era en el centro de Coyoacán. Ni siquiera sé cómo llamarlo: "Restaurante", sería un halago. "Puesto improvisado", sería demeritarlo. Seguramente será un servicio de comedor y cocina de un buque mercante denominado "Fonda". Sí, ahí donde alguna vez sonó mi teléfono móvil para darme la noticia de que la abuela había fallecido. Ahí donde la noticia pegó en los más íntimos recuerdos y derramar una lágrima se convertía en las miradas próximas y atentas. Sí, aquel lugar donde un día sin imaginármelo y sin sospecharlo, vi por primera vez a una reportera en el televisor del establecimiento que sintonizaba el noticiero. Una mujer con quien mantenía una amistad de letras (correos electrónicos y mensajes por redes sociales) y que el tiempo en complicidad con el recuerdo, nos concedió veinte años después, encontrarnos. Ahí, donde un señor interpreta con el acordeón la misma canción día a día: "Caminos de Michoacán". Siempre a las tres en punto.
(...) Hoy se cumple un mes de aquel ciclo que finalizó. Hoy extraño Coyoacán. El entorno. El sitio donde solía comer y la sazón que adopté en mis días de estancia laboral. Echo de menos caminar por la plazuela y detenerme en el puesto de periódicos para leer los encabezados. Transitar por sus calles empedradas y encontrarme con Damián Alcázar u otro actor o actriz de película o de telenovela mexicana. Ver el reloj y disfrutar del tiempo restante para sentarme a que le den brillo a los zapatos. Adquirir un buen café se convertía en un volado. Coyoacán está invadido por cafeterías sustanciales. Ahí donde comí un cuernito que A me recomendó. Y entre muchas cosas, también extraño ver decenas de personas de toda índole. Este lugarno puede ser sui géneris porque es tan noble que acepta divergencias sociales y culturales. Pocos como él.
Ahora estoy en otro sitio. Son tiempos difíciles. Jamás se puede estar en completa armonía. Un ser querido se debate entre la vida y la muerte; alguien que hace aproximadamente trece años nos llevó a mi hermano y a mí, un 15 de septiembre, a la verbena de Coyoacán y a cenar hot cakes con mermelada de fresa. Busco distracciones. No queremos pensar en ello. No quiero eso. No ahora. No nunca.