El sol deslumbra mi rostro y las olas del mar relajan mis sentidos. No tengo ni la más mínima idea de la hora que es. Reconozco que me cuesta trabajo dejar la cama, ésta es cómoda y me arrullan los sonidos característicos del lugar. Ignoro la fecha, el sitio y con quién me encuentro. Pero eso no importa. Y es que, a quién le importa el acontecer ante semejante majestuosidad natural. Esto es algo parecido a lo que denominan 'paraíso'. El fin de la tierra. El comienzo de la inmensidad. Un sendero de arena conlleva a la playa. Me espera un camastro para tomar el sol y percibir a flor de piel la naturaleza del espacio. Antes, un desayuno continental aparece en la mesa. La vista es sensacional. Una fruta quizá insípida, me sabe dulce y agradable al paladar. El mar me sonsaca y no puedo negarme; curiosamente, puedo nadar en él sin saber hacerlo. Refresca mi cuerpo. Las ideas se renuevan y los bellos de la piel se erizan al salir. Camino por la playa, por los alrededores, por toda la zona. Experimento algo sin igual. Pareciera no existir. Tanta belleza, ¡imposible! Al atardecer, una lancha me lleva a dar un paseo. El sol está por ocultarse. La noche se avecina. El sueño parece terminar.










Después, despierto y volteo a ver el reloj. Son las 8 de la mañana. El sol entra apenas por una cavidad de la ventana y las persianas. Me hallo en mi habitación. En mi casa. Se me ha hecho tarde. Un sitio me espera y tengo que abordar el tren para un trayecto de 50 minutos. La ciudad es caótica. La contaminación no cesa. Vengo pensando en aquel lugar. Sabía que no existía. Todo fue un sueño.
Luego, internet me ofrece la respuesta. Aquel lugar placentero existe. Se llama Parrot Cay y se encuentra en las Islas Turcas y Caicos, al norte del Caribe. Sonrío.

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