Para Diana, que en su búsqueda, encuentre libertad.
No existe la libertad, sino la búsqueda de libertad. Nunca la alcanzaremos completamente. La muerte nos advertirá que hay límites a toda historia personal. La historia, que perecen y se transforman las instituciones que en un momento dado definen la libertad. Pero entre la vida y la muerte, entre la belleza y el horror del mundo, la búsqueda de libertad nos hace, en toda circunstancia, libres. Lo dijo Carlos Fuentes.
No existe la libertad, sino la búsqueda de libertad. Nunca la alcanzaremos completamente. La muerte nos advertirá que hay límites a toda historia personal. La historia, que perecen y se transforman las instituciones que en un momento dado definen la libertad. Pero entre la vida y la muerte, entre la belleza y el horror del mundo, la búsqueda de libertad nos hace, en toda circunstancia, libres. Lo dijo Carlos Fuentes.
Voté por vez primera en el año 2000, tenía 18 años. Eran elecciones federales. El hartazgo político y social se visualizaban vastos que no permitirían más una democracia de “dedazo”. Emanciparse de gobiernos soberbios, obtusos y autoritarios era una urgencia que tenía dos caminos: El de la alternancia con un candidato de derecha, un ranchero de grandes botas como lo denomina Juan Villoro, llegado como el todopoderoso del cambio y, el otro, el de la continuidad vacua de más de setenta años. Ya ni mencionar un tercer camino, el de la izquierda liderada en aquel entonces por el fundador del Partido de la Revolución Democrática, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. El temor a un cambio radical comenzaba ahí, en la designación de un político que parecía aferrarse al poder tras candidatearse por tercera vez consecutiva.
Después, ejercería mi sufragio en las elecciones de 2006. Con vergüenza sustantiva acepto que elegí votar por una probable continuidad para un modelo político que difícilmente haría diferencia en seis años y que entonces requeriría de, al menos, otro sexenio para tomar forma y una definición de un plan de desarrollo social que el país requería. Hoy, pienso que me hubiera gustado no haberme hecho cómplice de toda aquella desinformación, de haberme interesado un poco más en el quehacer político y en la atmósfera social y cultural de entonces. Reflexiono que me hubiese cautivado por revistas de crítica política, de investigación, de análisis, de periodismo; de leer más periódicos y a más columnistas. De leer más libros.
Entonces, en mi corta vida había experimentado algo así como un triunfo electoral que no me correspondía en lo más mínimo y que carece de viveza personal. Hacerme de un triunfo paternalista por haber elegido al presidente en turno y creer que mi aportación -ahora tácita- sería para un futuro demócrata, a una nación creciente y a un cambio radical es, la mayor equivocación que he percibido en mi derecho de elegir.
Puedo eximirme argumentando que estaba en busca de la libertad. Que si bien es cierto jamás la alcancé completamente; no obstante entre bellezas y horrores, entre esa búsqueda, me hice libre.
Este domingo 1o de julio voté convencido, sin pretensiones digo que debidamente informado y con la esperanza progresista que sembró la política de izquierda. Voté con la conciencia de 71 años de teatro sucesorio; de malos gobiernos que manipularon, corrompieron y premiaron el estancamiento académico, económico y social. Voté, con el hartazgo personal hacia con doce años de un capitalismo exacerbado y salvaje, de desigualdad, de una derecha que privilegia a un sector mínimo y que como gobierno sólo ha otorgado profundas injusticias. Voté, con todo y el rigor climatológico, lejos de mi vecindario porque no actualicé a tiempo al Instituto Federal Electoral mi cambio de domicilio que, alguna vez, modifiqué por necesidades personales. Voté, alejado de encuestas a modo y de tendencias electorales previas. Voté, porque me preocupa el presente y el futuro de mi país, el de mi familia y el de la familia que algún día formaré; porque estoy convencido que esta nación, a pesar de todo optimista, puede mejorar y explotar -en el mejor sentido- los ideales de estadistas y de la ciudadanía que anhelan un cambio verdadero.
Hoy, experimento un sentimiento derrotista muy propio; no sólo yo, sino que muchos a mi alrededor. Los rostros lo dicen, los ánimos lo gritan, el andar ciudadano lo expresa. Vivo en mi burbuja del Distrito Federal y, al menos aquí, lo visualizo así. Sin embargo, somos privilegiados por atestiguar este acontecer y sé que es el comienzo de mejorables situaciones. Gracias a la redes sociales somos testigo de un sentimiento casi generalizado, de opiniones encontradas que divergen entre una misma comunidad pero que gracias a ello nos retroalimenta y nos resiste a ser tolerantes. Que como sociedad nuestra tarea debe continuar ya sea con un gobierno centrista, de derecha o de izquierda; un quehacer social que vaya más allá de intereses particulares y oligárquicos. Que nuestra ocupación recaiga no en el conformismo de tener como líder a un presidente reticente y extinto de talento político, sino en aportar día a día a las responsabilidades individuales que nuestro entorno exige. Como lo plantea el filósofo político Benjamin Barber, la democracia necesita ciudadanos eficaces: hombres y mujeres ordinarios haciendo cosas extraordinarias de manera regular.
La muerte, como decía Fuentes, nos advertirá que hay límites a toda historia personal. Esta tarde he palpado que mi voto perdió en su generalidad auténtica de decidir; sin embargo, es la primera vez que fiel e intrínsecamente ha ganado mi sufragio para concientizarme y aportar, desde mi minúscula trinchera, un granito de arena. De modo que, mientras haya vida y esperanza, esa búsqueda de libertad nos hará libres.
