25 jun 2011

En una banca de roble

Abro los ojos. Palpo mi rostro y caigo en cuenta de una mediana barba. Mi cabello parece estar largo. Siento que he dormido por varios días. Despierto a causa de sonidos propios de la naturaleza: Cantos o reclamos de aves, una ligera lluvia asentándose sobre el techo de madera en forma de V invertida y el golpeteo del agua con rocas o consigo misma. No sé dónde estoy, cómo llegué aquí, incluso, no tengo idea de quién soy. Sábanas blancas entre mi cuerpo semidesnudo. La cabeza de un reno disecado y una pintura al óleo se observan a mi alrededor. Una botella de un tinto chileno, jalea de zarzamoras y un probable pan característico de la región se presentan sobre la mesa. Me dirijo al ventanal: Me encuentro situado en medio de montañas y de una prominente cascada que me impacta y ensordece con placer. No veo indicios de seres humanos ni cosas materiales; sólo esta habitación con servicios básicos rodeada de quietud, abandono y diminutos toques de nostalgia. De pronto, intento vestirme con la ropa que encuentro arrojada en el piso: Un pantalón holgado de color verde militar, una playera gris y una chaqueta de similar color. Mis manos se adentran a los bolsillos: Cinco monedas pequeñas y tickets de ferrocarril se hallan ahí. Me pregunto qué puedo hacer con esto. ¿Cómo llegué aquí y hasta dónde podré llegar con sólo cinco monedas? Leo los tickets, trenes que abordé provienen del Perú y el último de una población chilena. Ni siquiera recuerdo eso. Prefiero darme una ducha. Un cuarto de baño con vista a un riachuelo y una vegetación tan sustancial como mi inquietud. No concibo cómo es que tengo agua caliente, curioso, pero la tengo. Después, determino que partir es mejor que gozar de tan majestuosa vista. Buscar, al menos, mi identidad. Camino por largos minutos. Cientos de pasos. No veo fin, no encuentro algo que dé certeza a mi situación. ¿Hacia dónde me dirijo? ¿Cuál es mi nombre? ¿Por qué estoy aquí? De pronto, me sitúo frente a unas vías de tren. Camino sobre ellas como destino a mi incertidumbre. Con forme mis pasos la desesperación es mayor. Sin embargo, la escenografía es ideal. Paisajes formidables y un clima espléndido. Montañas con grandes árboles entre riachuelos con peces. Respiro. Trato de disfrutar lo que voy dejando a mi paso, de la vista, de la naturaleza. El eco de las aves o de algunos animales entre la maleza. Mis preguntas son mayores que mi miedo. Un puente de viguetas largas poco oxidadas me encuentro en el camino. Las vías sobre él. Cruzan un largo tramo. Es abismal. Posiblemente aquella cascada sea el inicio del río que se mira al fondo. No sé cuánto tiempo ha pasado. He perdido el sentido de las horas, de los días y de todo acontecer. De la nada, arribo a una singular estación de tren. Es auténtica, pintoresca, pequeña pero necesaria. Tomo un descanso: Una banca hecha de roble, apenas barnizada y situada bajo un tejado. Pasarían probablemente dos cuartos de hora cuando un sonido de locomotora daba aviso de su llegada. Las calderas en reposo, el sonido agudo de los frenos tras la visita y después, el de unas zapatillas de mediano tacón que se escuchan por las escalerillas del tercer vagón justo frente a la banca de roble. Un vestido largo color beige se asoma a primera vista. Una mujer hermosa de cabellera rizada, ojos grandes y expresivos, nariz sutil y labios voluminosos. Me pregunta si conozco alguna cabaña donde la quietud sea inherente al lugar, apenas y cuestiona quién soy y hacia dónde me dirijo; sólo le puedo responder: No importa quién soy ni adónde voy, ni qué hice ni quién fui; sólo importa que has llegado tú y que le has dado un sentido a mi vivir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario