Tenía aproximadamente 5 ó 6 años cuando tuve mi primer “micrófono”. Éste era de plástico y de color amarillo. En su interior se hallaban pequeños dulces, que no eran más que goma de mascar. Lo obtuve en una fiesta infantil. Había diversos objetos y yo escogí específicamente aquel aparato que amplifica la voz, como un juguete y mi inmediata compañía. Jugaba al locutor y entrevistaba a quien estuviere a mi alrededor. Jamás lo volví a ver.
Más tarde, mi vecino contaba con una radio-grabadora. El aparato tenía dos caseteras y en una de ellas podías grabar cualquier medio sonoro sin necesidad de micrófono. Volvía a jugar al locutor.
Después, en la escuela secundaria mi madre me regalaría mi primer micrófono de a verdad. Aún lo conservo. Lo conectaba a un estéreo; metía en él un cassete virgen y jugaba nuevamente al locutor. Mi voz jamás me gustaba. Pensaba que debería oirse como yo interiormente me oía. Sabía entonces, a qué me gustaría dedicar parte de mi tiempo cuando fuere adulto.
No volví a jugar al locutor desde aquel entonces. Mis aproximaciones con el micrófono fueron quizá, en algún karaoke, jugando Rock Band o cualquier presentación donde requiriera ser escuchado por un considerable número de personas.
La vida me situaría en la Universidad. Es el presente. El pasado con el encuentro radiofónico a este día, pareciera nostálgico. El micrófono por ahora ha quedado ahí en el sitio que le pertence. De donde jamás se ha movido. Quiénes nos hemos apartado, somos nosotros. Fuímos los que invadimos su espacio, los que nos entrometimos en su estadía y los que asaltamos su quehacer. El micrófono nació ahí y seguramente morirá en ese mismo lugar. A veces nos cuestionamos si en verdad fallecerá. Suponemos que es perpetuo. Es decir, llegó para quedarse porque simplemente es la mitad que a varios de nosotros nos faltaba.
Ha visto y verá pasar cientos de personas por ahí. Frente a él. Tolerando distintos timbres de voz y una diversidad de historias. Será solicitado y estará como siempre, al servicio y disposición de cualquiera.
Es emocionante la primera vez cuando te dispones a hacer uso de él. La voz se agudiza y la piel se torna 'chinita'. Vamos, eso decimos a quien llegó a apasionarnos. Sin embargo, tiene un defecto: no sabe que puede llegar a causar adicción, placer o simplemente felicidad con el simple hecho de ver su figura metálica, escuchar su fidelidad y después, comenzar a vomitar ideas improvisadas en varios minutos que parecieran un pestañeo.
Hablamos de cualquier tema. Presentamos canciones. Nos equivocamos. Aprendemos. Jugamos. Nos divertimos. Nuevamente, un par de personas me escuchan. Eso no importa. Es la magia de la radio que, entre otras situaciones, no sabes a ciencia cierta quiénes y cuántas personas te escuchan. Así como también cuántas personas leen esto.
A mis 28 años, jugué una vez más al locutor. No sabemos si en un futuro –cercano o lejano- la vida me conceda este nuevo juego, (juego: en el sentido estricto de gozarlo de principio a fin) esta pasión, este sueño...
